Jhomar Loaiza, miradas y seres
Anthony Alvarado
Saber enfrentarse a un proceso de evolución, de cambio, de transferencia de una realidad pictórica, es uno de los retos más difíciles de operar para artista alguno. No se trata sólo de crear una nueva percepción de verdad, o modificar el lenguaje visual; el hecho conlleva sinuosos pasadizos por los que el artista debe ir deslastrándose de complejos, tradiciones, sugerencias (de maestros y amigos), incluso debe, por sobre todo, desconfiar de sí mismo al momento de asumir un nuevo desarrollo de su pintura, abandonar toda dependencia de su trabajo anterior. La actitud más obvia en estos casos es no pensar en lo que se ha dejado atrás, más bien enfocarse en lo desconocido que se va presentando al descubrir nuevas formas del decir.
Jhomar Loaiza ha sabido desafiarse en su trabajo, comprendiendo rápidamente los enmarañados senderos de un estilo completamente diferente, de analizar las técnicas de figuración que se han definido a lo largo de la historia, adicionando a esto la utilización de nuevos productos sintéticos, químicos, paletas, rodillos, dando así una atmósfera totalmente distinta a la tradición figurativa, tal vez influenciado por Guayasamín en el estudio de las técnicas y/o métodos, pero a su vez afectado por los pintores populares, de quienes ha entendido su preocupación por los desposeídos, asumiendo con esto una conciencia social expresada en su trabajo. Loaiza, nativo de La Vela, desarrolla el color sin ningún tipo de desconfianza, se sabe hijo del trópico y por lo tanto se apropia de sus elementos; sus “negras”, como él las llama, conjugan el sentido de pertenencia e identificación con su terruño, su tradición histórica, que le toca de sensible manera; por eso encontramos en sus cuadros seres provistos de una sencillez y mirada cálida, cargando tras de sí siglos de opresión pero a su vez una belleza única, ganada al brillo del sol de sus orígenes. Infinidad de seres se pasean por sus piezas, transfigurándose, rostros que hablan silenciosamente, cobijados en lo ancestral de su cultura; sin abandonar el paso a una modernidad visual, Loaiza los ampara en su propia desolación.
Anthony Alvarado
Saber enfrentarse a un proceso de evolución, de cambio, de transferencia de una realidad pictórica, es uno de los retos más difíciles de operar para artista alguno. No se trata sólo de crear una nueva percepción de verdad, o modificar el lenguaje visual; el hecho conlleva sinuosos pasadizos por los que el artista debe ir deslastrándose de complejos, tradiciones, sugerencias (de maestros y amigos), incluso debe, por sobre todo, desconfiar de sí mismo al momento de asumir un nuevo desarrollo de su pintura, abandonar toda dependencia de su trabajo anterior. La actitud más obvia en estos casos es no pensar en lo que se ha dejado atrás, más bien enfocarse en lo desconocido que se va presentando al descubrir nuevas formas del decir.
Jhomar Loaiza ha sabido desafiarse en su trabajo, comprendiendo rápidamente los enmarañados senderos de un estilo completamente diferente, de analizar las técnicas de figuración que se han definido a lo largo de la historia, adicionando a esto la utilización de nuevos productos sintéticos, químicos, paletas, rodillos, dando así una atmósfera totalmente distinta a la tradición figurativa, tal vez influenciado por Guayasamín en el estudio de las técnicas y/o métodos, pero a su vez afectado por los pintores populares, de quienes ha entendido su preocupación por los desposeídos, asumiendo con esto una conciencia social expresada en su trabajo. Loaiza, nativo de La Vela, desarrolla el color sin ningún tipo de desconfianza, se sabe hijo del trópico y por lo tanto se apropia de sus elementos; sus “negras”, como él las llama, conjugan el sentido de pertenencia e identificación con su terruño, su tradición histórica, que le toca de sensible manera; por eso encontramos en sus cuadros seres provistos de una sencillez y mirada cálida, cargando tras de sí siglos de opresión pero a su vez una belleza única, ganada al brillo del sol de sus orígenes. Infinidad de seres se pasean por sus piezas, transfigurándose, rostros que hablan silenciosamente, cobijados en lo ancestral de su cultura; sin abandonar el paso a una modernidad visual, Loaiza los ampara en su propia desolación.
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